¿Harán pronto los robots mejor el amor que los seres humanos?
Este tipo de pregunta suele despertar las mismas sonrisas que hace tan solo 2 años, cuando nos preguntábamos si ChatGPT terminaría realizando trabajos de fin de carrera, reemplazando a CEOs o redactando informes complejos.
Lo que hemos aprendido —tanto los más críticos como los entusiastas de la IA— es (1) que esta no se debería subestimar y (2) que sus campos de aplicación son más extensos de lo que intuimos.
También debemos tomar en cuenta que su alcance va mucho más allá del trabajo productivo y su promesa de eficiencia le lleva a inmiscuirse, entre otros, en las distintas facetas de las relaciones humanas.
Ahí entran los robos sexuales, que forman parte de una industria, la “sex tech”, que ya pesa $43 mil millones en 2024.
Los más optimistas en la materia argumentan que la proliferación de estos compañeros artificiales resultará en un menor nivel de frustración y, por ende, a una reducción de la violencia sexual.
Personalmente creo que se trata de un eslabón crítico en la forma en la que la IA, en virtud de esta promesa de eficiencia, puede romper las conexiones interpersonales. ¿Por qué?
Cierto: los humanos somos imperfectos y nuestras interacciones pueden resultar costosas. Somos lentos, olvidadizos, torpes, no siempre estamos disponibles para el otro, etc. Entrar en una relación siempre requiere un esfuerzo. Nutrirla, aún más.
Las máquinas que emulan una interacción humana aceptan relaciones unilaterales. Parece que siempre están a nuestro servicio sin exigir mucho a cambio. Aprenden sobre nuestras preferencias. No nos contradicen. Un robot sexual no implica tener que soportar a una suegra ni las manías del día a día de un humano.
Pero ¿terminamos ganando? Una de las enseñanzas de esta última década, marcada por un deterioro profundo de la salud mental especialmente entre los jóvenes, es que las máquinas, por muy inteligentes que lleguen a ser, no consiguen paliar la soledad sino que tienden a intensificarla.
Todas las trabas que tenemos que superar para relacionarnos con humanos probablemente representan el coste que debamos aceptar para lograr una satisfacción vital profunda que las máquinas no son capaces de proporcionar.
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